Aprender es la esencia de la supervivencia del ser humano. A lo largo de la historia, nos hemos adaptado a los cambios gracias a nuestra capacidad para el aprendizaje, no solo individual sino sobre todo colectivo. Somos inteligentes porque acumulamos y aplicamos conocimiento y aprendemos rápidamente en comunidad. Y ese aprendizaje, incluye una dimensión emocional y no solo racional. Parecíamos haberlo olvidado pero el COVID-19 nos confronta con dos verdades inobjetables. La primera es que la actual situación se explica porque hemos concedido muy poca importancia al aprendizaje. No es la primera vez en la historia que sufrimos una pandemia y además existían antecedentes alertando de una catástrofe como la que padecemos. Y la segunda es que nuestra civilización es totalmente dependiente del conocimiento: desarrollar una vacuna es el camino más seguro para salir de la crisis. El principal activo que gestiona una organización para aportar valor sostenible es el conocimiento de sus colaboradores y por ello debe gestionarlo rigurosamente. Llegó la hora de reconocer que un modelo económico que prioriza la producción y los resultados a corto plazo no deja espacio para el aprendizaje ni considera otros intangibles como el medio ambiente o la desigualdad. Eso tiene que cambiar, es urgente y tal vez no tengamos una mejor oportunidad. Aprender y compartir conocimiento son las mejores herramientas para alcanzar cualquier objetivo.